Juan José Saer
El alumno de Crates
Empédocles era nieto de Empédocles, es decir, de sí mismo,
y concebía el mundo como una esfera, sacada del núcleo del
amor
por la constancia del odio. Y el filósofo
maravillaba, con sus milagros, Sicilia, astilla del dios
o Dios él mismo, dignándose pasar por esta tierra
para enseñar, y eso es todo, que hay un lugar más alto
que se expresa, fragmentariamente, y a voluntad, en voces,
en volcanes, en plantas, en relámpagos. Una de esas voces
lo llamó, se dice, una noche, desde el hogar, o sea
desde el fuego, por su nombre, rigurosamente: ¡ya diste
pruebas en abundancia! Volvió de este modo sobre sus pasos
a través de un volcán – o era él el volcán mismo.
Y Sócrates,
más adelante, o si se quiere, más atrás,
cruzaba, desdeñoso, la plaza, varias veces, hasta que alguien
lo detenía:
Esta noche habrá un banquete en lo de Fulano; todos cuentan
con tu presencia; será un verdadero chasco si no vas. Era
frugal
y, según él, su método era como el de las parteras, consistente
en tirar, con paciencia y suavidad, del vientre de la locura,
hasta sacar, cubierta de sangre, de a poco, como a un niño, la
verdad.
La locura era el lugar común o el miedo a reflexionar. Y
se especializaba en todos los temas, hablaba sin ningún apuro,
era socarrón,
disimulaba el hartazgo de un mal matrimonio agrediendo con
su ciencia:
terminaron por cansarse de él. Se aprovecharon, parece, de un
error político
para eliminarlo. Ha de haber sido, según nos quedan
testimonios, un
gran hombre, el hombre que todo discípulo en busca de un
maestro
debiera, alguna vez, encontrar.
El carácter exacto,
la mezcla justa de inteligencia y desdén, capaz de despertar
no solamente admiración sino también un poco de odio.
Y, justamente, su discípulo, el ancho de espaldas, fundó, más
tarde, una academia:
refutó a sus antepasados conservando, sin embargo, una ilustre
continuidad.
Puso orden en ese caos de sabios.
Unos habían querido no ver, del mundo, más que el aire,
otros consideraban únicamente el fuego,
otros se equivocaban
en la sustancia, en la proporción, en el número.
Había quienes no podían entrar dos veces en el mismo curso
de agua,
quienes corrían, sin avanzar, detrás de una tortuga
más veloz, cosa curiosa, que una flecha. En relación con ella,
el atleta, detrás, parecía inmóvil, como una estatua. La revolución
de estas cosas separadas y en movimiento, marcó todavía más
su movimiento y su separación.
Entresueños: imágenes.
Cabeceaban, esos hombres en las siestas ardientes, y
alimentaban,
en sus años, el delirio: así obra el sol real en el desierto.
Mi maestro, Crates, vivía desnudo, en silencio, en el arrabal.
No se creía en la obligación de moralizar, ni de teorizar.
Hurgaba, sin ansiedad, los basurales. Hacía el amor
con mi hermana, hija de patricios, montándola por atrás, como
los perros,
y en la plaza pública, y durante un tiempo
los tres lamíamos las llagas de los leprosos
y de los pobres la simple inmundicia. Borrábamos, de lo que
habíamos recibido,
lentamente, todo, o casi todo, nos quedó el cuerpo, la
enfermedad,
que era, por sí mismo, toda nuestra doctrina,
el cuerpo desnudo, donde uno podía encontrar,
contemplándoselo,
a los otros, con tanta evidencia que por fin hasta él mismo se
borraba.
Pasábamos días enteros
inmóviles, a la intemperie, sin meditar,
confundiéndonos con la tierra, con las rocas,
sentados sobre nuestros excrementos, y después
recomenzábamos
a vagabundear, en silencio, por los suburbios, desvaídos,
juntando las sobras que el gran manicomio de la ciudad,
expelía,
rascándonos la sarna contra las paredes. Y lo llamo
mi maestro porque, sencillamente, no me rechazó,
aunque no pueda decir tampoco que me haya aceptado.Y
porque una vez,
hallándome enfermo contrajo, voluntariamente, mi ridicula
enfermedad,
para mostrarme que no había en eso ninguna ignominia. No
me
dejó ninguna máxima, ningún escrito, ninguna lección.
Nada como no sea, en mi memoria,
la presencia continua, imborrable, de su cuerpo
- o del mío, ya no sé.
Y si había sido, muchas veces,
considerado, y hasta tierno, con los pobres,
lo había hecho para exaltar el instinto, no la caridad,
la omnipresencia de la especie a expensas del individuo.
Murió
en las afueras, en el campo, y , siguiendo sus instrucciones, no
lo enterré.
Durante meses, durante años,
visité, de tanto en tanto, el lugar,
observando, cada vez más de cerca, el proceso,
la corrupción, el desecamiento, la simplicidad,
de modo de comprobar hasta qué punto
devolvemos, gradualmente, nuestro patrimonio,
a nadie, a nadie, otra vez, el patrimonio que nadie
nos confió.
Me había dejado, si se quiere, un gran vacío. Los recuerdos
de nuestros juegos, con mi hermana, en la casa natal,
y mi hermana misma, en su inocencia, antes de haberlo
conocido,
mis fantasías de los años en que estudiaba a los viejos filósofos
soñando con crear, a mi vez, un sistema
- todo, todo lo que no fuese
el cuerpo desnudo, estragado, se disolvió. Los años de oro,
el sol de cada mañana, el ritmo propio del amor,
quedaron, para siempre, fuera de mi alcance, en la noche
de los tiempos. Roca, y arena, me separaban, perpetuamente, de
mi vida.
Ya no tenía, mejor dicho, una vida.
Me había dejado, mi maestro,
liso, achatado, la mente como una gran herida insensible,
dando, a cambio, su vida entera, como una máxima viviente.
Y más tarde, o un poco antes, ya no sé, murió mi hermana.
Durante un tiempo
anduve solo, con una bolsa y un palo, semidesnudo,
de ciudad en ciudad, el pelo veteado de gris, sin pensar en nada,
sin recordar nada, por entre el mar,
de mis contemporáneos, durmiendo a la intemperie,
sin ni siquiera el cuerpo como doctrina ni la estrella de la tarde
de la enseñanza, guiando, serenamente, mis pasos. Había, a
veces,
alguna cosa viva dentro de mi bolsa, un conejo, una
gallina, alguna cosa viva dentro de mi bolsa y ninguna en mí.
Y cuando llegué, después de un rodeo de años, a mi casa natal,
se me dijo, servilmente, que mi herencia, desde hacía mucho
me esperaba.
Un muerto poseyó, de este modo, hombres, hacienda, ciudades,
y un filósofo
concibió, por dinero, firmándolo con el nombre de ese muerto,
un sistema.
Se hablaba en él del estado, de la ciencia, de la religión,
y se clasificaba, en grupos homogéneos y armoniosos, los
mundos,
mundos en los que todo tenía, oh reino del individuo,
identidad.
Y venían, de otras ciudades, a besar mi sandalia, a celebrarme.
Cada individuo, en nuestra ciudad, tenía un nombre y cada
piedra tenía un nombre.
Nuestra ciudad entera tenía un nombre
y cada una de sus calles y cada una de sus casas,
siguiendo, estrechamente, mi clasificación.
No me faltaba más que el carro de fuego y el llamado, riguroso,
del volcán.
Ninguna voz, sin embargo, resonó.
Paso, inmutable,
la flor de mi ancianidad
en los dientes de la jauría.